8/01/2013

¿Por qué escribo?

No hay una respuesta única a esa pregunta, aunque muchos escritores contestarían con un “escribo porque me apasiona” o “porque para mí escribir es como respirar” o con alguna otra respuesta por el estilo que sólo serviría para alimentar su vanidad —que en el caso de los  escritores es casi lo único que podemos aspirar a alimentar, ya que es muy difícil llegar a vivir de lo que escribes.

En mi caso particular, la cadena de circunstancias que me hicieron escritor comenzó en la preparatoria, cuando regresé a mi asiento en la clase de literatura y recibí un comentario halagüeño del discurso de oratoria que acababa de dar ante la clase, escrito en un papelito. El discurso lo había escrito yo el día anterior en media hora y versaba sobre los sentimientos de un semáforo (sí, en ese entonces mi imaginación era lírica); el papelito lo había escrito la chica que más me gustaba de toda la prepa y que hasta ese momento parecía haberse percatado de mi existencia.

Pero atribuir al sexo mi afición por la escritura sería un error. Si acaso me había atrevido a dar ante la clase —y ante la chica que más me gustaba, recuérdenlo— un discurso acerca de un semáforo sentimental era porque el germen de la escritura ya había empezado a eclosionar dentro de mí. Y la causa de la infección fueron los libros.

Éstos me empezaron a interesar por la amistad que entablé en primero de secundaria con un compañero de clase al que le apodaban “la computadora” y al que ahora todos conocemos simplemente por Luis. (Ambos leíamos tanto, que recuerdo que en segundo de secundaria  una vez elaboramos una lista con los 100 libros que habíamos leído hasta el momento).

Sin embargo, mientras Luis se aficionaba más y más a la ciencia ficción, yo me aventuraba en eso que llamamos Literatura, así con mayúscula. No sé ni porqué, pero pronto me vi envuelto en intrigas y aventuras en San Petersburgo y París, escenarios donde se movían los personajes creados por los que eran mis nuevos héroes, los escritores rusos y franceses del siglo diecinueve.

Dostoievski, Tolstoi, Balzac, Víctor Hugo… De ellos conocí lo mejor y lo peor del alma humana y ellos fueron mis guías hacia otros escritores europeos y americanos, todos de “altos vuelos”. Sin embargo, yo continuaba consumiendo también libros de ciencia ficción, best sellers, novelas de terror e historias de detectives.

En ningún momento la alta Literatura entró en conflicto con la literatura “menor”. Thomas Mann y Stephen King convivían (aún lo hacen) en el mismo universo mental que llevaba (llevo) en mi cabeza.

El resultado fue que mi vida se convirtió en literatura. Todo lo que me rodeaba parecía  encontrar su correspondencia con la literatura, y cuando no encontraba esa correspondencia yo me encargaba de que lo hiciera.

Así que a los diecisiete años decidí que sería escritor. (Por supuesto, en ese momento no sabía lo que eso significaba).

Aún se debate la cuestión de si el escritor nace o se hace. Yo creo que nace, pero es necesaria mucha dedicación para convertirte realmente en escritor. Porque nadie puede enseñarte a escribir. Es cierto que puedes llegar a aprender la técnica y algunos trucos útiles de alguien que escribe, pero nadie es capaz de darte esa voz propia a la que aspira todo escritor.

La única manera que existe de convertirte en escritor es leyendo. Entre más hayas leído más posibilidades tienes de lograrlo. No es sólo que conforme lees vas encontrando distintos modos de contar una historia, sino que un enorme sedimento de información se va asentando en tu subconsciente, que es donde incuban las ideas que surgirán más tarde, quizá años después.

Yo había nacido escritor (esto lo sabes desde que eres muy niño. Tienes una sensibilidad especial, una manera distinta de ver las cosas, una capacidad de observación que rebasa la simple curiosidad) y había leído una cantidad impresionante de libros de todos los géneros literarios. Sin embargo, aún así me tomó los siguientes 13 años de escritura constante el lograr el primer cuento que me satisfizo.

En el camino dejé tras de mí miles (sí, miles) de hojas con apuntes, fragmentos, borradores e ideas que hasta el momento no les encontraba aplicación. ¡A los 30 años y sólo había logrado acabar mi primer cuento! Como para desesperar a cualquiera.

Pero no a un escritor. Porque desde ese mi primer relato fue que me convertí realmente en escritor. Me di cuenta que ya era capaz de contar una historia interesante, que tuviera inicio, desarrollo y final. A partir de ese mi primer éxito (con respecto a mí mismo, por supuesto) me entró una pasión creativa que me duró unos diez años. En ese período escribí cerca de veinte cuentos, una novela de ciencia ficción y otra infantil.

Me divertí bastante escribiendo esas historias, además que descubrí que el escribir me servía como un escape a la monótona realidad. (Paradójicamente, esa “monótona realidad” era la que me proporcionaba los recursos materiales para subsistir).

Poco a poco esa realidad fue imponiéndose y mi pasión creadora entró en lo que podemos llamar una etapa de hibernación. Muchos de mis conocidos entraron en su etapa de vida más productiva (económicamente hablando) en tanto yo languidecía en un trabajo estable, pero poco remunerativo. Aquellos que sabían que yo escribía me miraban con cierto desdén y me preguntaban, ¿por qué escribes?, lo cual podía traducirse como: ¿por qué no te buscas una actividad real que te proporcione ganancias?

Ellos tenían razón, por supuesto. Escribir me proporcionaba un inmenso placer, pero nada parecido a una ganancia material. Para lograr eso antes debía publicar, ser un escritor activo y no pasivo.

Sólo que había un problema. Bueno, en realidad tres problemas: 1) Yo vivía en México, país que no se distingue precisamente por su cantidad de lectores. 2) En este país, el escritor es visto aún como un ser superior, culturalmente hablando, y 3) yo he sido siempre un maldito perfeccionista.

Con respecto al primer problema, que en México no existan muchos lectores no es una excusa para no publicar. Son bastantes los títulos que han alcanzado altas ventas en nuestro país (aunque nadie que se respete podría considerar a Jordi Rosado como un escritor consagrado). Sin embargo, sí debemos reconocer que las ventas de un libro en México no tienen el potencial que alcanzan en otros países.

El segundo de los problemas se deriva del primero y es la principal causa por la cual no hay autores mexicanos encabezando las listas de ventas de libros en el mundo. La razón es que la mayoría de los escritores mexicanos también se consideran a sí mismos como seres superiores y quieren alcanzar la cumbre de las letras nacionales, lo cual significa Cultura.

Y donde alguien dice Cultura, las universidades y el Gobierno meten sus narices. De ahí la gran cantidad de premios y concursos literarios a nivel nacional, por no mencionar las becas y otras prebendas que gozan los escritores cuando deciden aceptar el mecenazgo universitario/gubernamental.

¿El resultado? Escritores opinando sobre todo tema nacional de “interés público”; cientos  de congresos culturales y talleres literarios; jurados premiando a los autores que escriben acerca de los grandes temas nacionales —oscilando entre Pedro Páramo, el lumpen y el narco— y que ignoran los grandes temas universales, que lo mismo afectan a un mexicano que a un europeo o a un nigeriano.

Con respecto al tercer problema, ese es enteramente personal. En ese momento (cuando me cuestionaban el porqué escribía en vez de dedicarme a algo más productivo), consideraba que mis cuentos y demás escritos no eran lo suficientemente buenos.

En parte —ahora lo sé— esto no era más que temor a publicar. Sin embargo, dicho temor no era del todo injustificado, ya que mis escritos no siempre se adaptan a la idiosincrasia cultural nacional.

Con esto quiero decir lo siguiente: soy un escritor que cuenta historias y uso temas universales. No me importa si mis personajes son mexicanos o no, o si la historia se desarrolla en territorio nacional o en Nueva Zelanda o Londres o en algún lugar indefinido.

Lo importante es la historia, la manera como la cuentas.

Esto me cerraba muchas puertas, ya que no estaba dispuesto a escribir sobre algún tema que no me interesara. Tampoco quería “tropicalizar” mis escritos con el único fin de entrar a un  concurso literario, ni entrar a formar parte de un grupo local de escritores porque no quería escribir como todos. Buscaba una voz propia.

Así que ignoré los comentarios y seguí con lo mío (como escritor pasivo), puliendo mis escritos, leyendo como un poseso y buscando el género literario en el que mejor pudiera expresarme.

Pasaron varios años y entonces encontré por casualidad, hojeando la revista Wired, un peculiar concurso literario que vendría no sólo a convertirme en un escritor activo —ese que busca la publicación de sus escritos—, sino a cambiar la manera en la que escribía. (Como comenté anteriormente, siempre he sido perfeccionista, por lo que todos mis escritos hasta ese entonces eran bastante rígidos en su construcción).

El concurso se llama NaNoWriMo (National Novel Writing Month) y básicamente se trata de que durante el mes de noviembre escribas una novela de 50,000 palabras. No hay un tema específico, no hay premio. Sólo te lanzas a escribir al menos 1,667 palabras diarias y el día 30 de noviembre (antes de las 12:00 AM) mandas tu novela a una dirección de Internet y un contador automático confirma que hayas escrito las 50,000 palabras.

Es todo. Si lograste escribir tus 50,000 palabras ganaste. Si no, perdiste.

Yo estaba por cumplir mis 50 años cuando decidí entrar al concurso, a mi manera. Tuve  dos días para garrapatear un borrador, escogí un tema al azar y me lancé a escribir. Nunca me había sentido más libre. Toda la rigidez en la construcción de mis escritos desapareció ante el imperativo de escribir al menos 1,667 palabras diarias.

El 26 de noviembre de 2010 terminé de escribir mis 50,000 palabras, pero aún me faltaban los capítulos finales. Yo estaba exultante, por lo que me consideré ganador y completé lo que me faltaba.

El resultado fue la extravagante novela “Retorno 2012 o Cómo sobrevivir a una invasión de zombis” (76,927 palabras), misma que subí a Internet para que fuera leída o descargada de manera gratuita. (De dicha novela extraje los personajes para empezar una serie de novelas policíacas, de la cual ya he escrito dos y cuya primera entrega voy a publicar el próximo mes de octubre, seguro de fascinar a los lectores).

Por un azar del destino fue en 2012, precisamente, cuando fui invitado nada menos que por mi amigo Luis (sí, el mismo) a participar en el grupo de EICAM (Escritores Independientes Capítulo Monterrey) que él acababa de fundar junto a otros escritores, lo cual acepté encantado porque no se trataba de escribir igual que ellos, sino de compartir la aventura de la auto-publicación.

Publiqué un apresurado libro de dieciséis cuentos intitulado “La punta del iceberg”, el cual se agotó en el segundo día de la Feria Internacional del Libro Monterrey 2012. (Claro, sólo había publicado 20 ejemplares, y una sola persona —una promotora cultural, ¡quién lo dijera!— se llevó doce de ellos. Pero después vendí más).

Llevo 34 años escribiendo prácticamente todos los días.

¿Por qué escribo?


Creo que lo que les acabo de contarles responde a esa pregunta. ¿O no?



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