Recibí la
noticia el treinta de marzo pasado. No me la esperaba.
Como marido
engañado fui, por decirlo de alguna manera, el último en enterarme: bastó una
hora y media —que incluyó visitas al área de Recursos Humanos del corporativo,
a la junta de Conciliación y Arbitraje y al banco en donde deposité mi
liquidación— para que el prefijo “ex” se incluyera a mi categoría de empleado.
Fue una operación de precisión, de esas que en las notas de prensa califican
como “quirúrgicas”.
Y la verdad es
que, como todas las operaciones quirúrgicas, duele. Después de un largo período de quince años y medio de trabajar en
la empresa, todo acabó: me habían despedido; me habían dado avión; me habían
reajustado; me habían corrido… estaba en paro. Me gusta más utilizar ésta última
expresión al estilo español que las anteriores, ya que es la que mejor se
ajusta a la situación a la que me enfrenté.
Porque de alguna
manera el mundo —mi mundo— pareció detenerse, entró en paro. Y la vida real, esa vida en la que había estado
viviendo tan sólo una hora y media antes, seguía su camino, empezando con su desfase.
Debía notárseme este desfase en la cara cuando regresé a mi lugar de trabajo
para recoger mis cosas y empezar a guardarlas en una caja, ya que mis
compañeros parecieron ignorarme. Quizá estaban tan sorprendidos como yo, quizá
fingían estar muy ocupados en sus tareas porque no sabían que decirme. O quizá
sabían que, si ya me había tocado a mí, ellos podrían ser los siguientes.
En cualquier
caso, al estar guardando mis cosas en una caja empezó a infiltrase en mi
consciencia la realidad del paro: ahí estaba yo, guardando las cosas más
inverosímiles que sacaba del cajón del escritorio. Cosas que en su momento
habían dado un sentido a mi trabajo, pero que ahora entre mis manos se veían
extrañas.
En fin, que
terminé de guardar mis cosas y me despedí de mis compañeros, aún ausentes, aún
sorprendidos. Mucho ánimo, buena suerte, sé que pronto encontrarás un trabajo
mejor fueron las frases que me acompañaron mientras salía de la oficina y me
enfrentaba —cara a cara— con El Paro.
No era la
primera vez que lo hacía, sin embargo. 17 años atrás ya había enfrentado lo
mismo. La diferencia era que en ese entonces no tenía dos hijos ni tampoco
cincuenta años. O sea que era lo mismo, pero diferente. Cuando llegué a la casa
y le di la noticia a mi esposa, ambos sentimos una sensación de deja vú. La diferencia era que ésta vez
recibí una mayor compensación por mi liquidación, por lo cual no quedé
prácticamente en la calle como la vez anterior (A propósito, mi esposa tomó la
noticia con calma. “¡Ya lo sabía!” comentó como una pitonisa).
Para aquellos
que nunca se han encontrado en paro: El paro es una de las peores cosas que
pueden ocurrirle a alguien, no sólo por los ingresos que dejas de recibir o por
la incertidumbre con respecto a su duración, sino porque también te coloca en
una especie de limbo.
Atraviesas por
varias etapas. La primera de ellas es la más dura y tiene que ver con ese
desfase que comenté más arriba. De súbito, aquella vieja amante que es la
Costumbre te abandona, dejándote completamente solo.
Todo el mundo se
queja alguna vez de lo rutinario de sus vidas. Vemos a la rutina como algo
perverso, como una prisión, sin darnos cuenta que la rutina es precisamente
aquello que le da sentido a nuestros actos cotidianos, aquello que nos permite
emplear al máximo nuestras potencialidades, que nos sirve de guía en un mundo
cada vez más caótico.
Cuando estás en
paro careces de puntos de referencia. No tienes horarios, tus desplazamientos son
diferentes, confirmas que en la televisión pasan la misma basura todo el día a
toda hora, te das cuenta que mucha gente hace muchas cosas en las horas que tú
estabas encerrado en la oficina, lavas platos, recoges la casa, limpias la caja
de arena del gato. No oyes el tic-tac del reloj porque no hay reloj.
Es en este
período de confusión cuando entras en la siguiente etapa del paro, que es el de
la procrastinación. Para los que no conozcan esta palabra, significa: dejar las
cosas para más tarde, para después, para mañana.
Sabes que estás
en paro y que es preciso que te pongas de inmediato a corregir tu situación. La
liquidación que te dieron no te va a durar mucho tiempo. Tienes que actualizar
curriculums; tienes que hablar con varios conocidos tuyos; tienes que buscar
empleo en bolsas de trabajo, en el periódico, en LinkedIn… Tienes que hacer todo ello pero, ¿sabes qué?, mañana
empiezo. Y cuando llega “mañana”, lo dejas para el día siguiente. Y así van
pasando los días del paro, en medio de la procrastinación.
Esto no es
gratuito. No es producto de la pereza ni de la indolencia. El que está en paro sabe que debe moverse deprisa si quiere
salir de su situación. Lo sabe, pero no puede hacerlo. ¿Por qué?
Porque con el
paso de los días en paro llega el momento en que te das cuenta que ese desfase
de la primera etapa ha alcanzado proporciones inconmensurables. En pocas palabras:
entre tu realidad y la realidad hay un abismo tan ancho y profundo como el de
la Barranca del Cobre en Chihuahua.
En mi caso particular,
tiene que ver con mi edad. Porque por más actualizado que estés en tu trabajo
nunca logras empatarte con el mundo real, que avanza a un ritmo más rápido. Quizá
en tus funciones estés al tú con tú con ese mundo real, pero éste no se detiene
en acumular experiencia, y tú sí.
Veintiocho años
de experiencia en el ambiente financiero no significan realmente mi as bajo la
manga, sino que se convierten en un lastre. (Según la estadística en México,
sólo un 11% de los que pierden su trabajo después de los 50 años logran
colocarse de nuevo, al menos en un puesto con un ingreso similar al que tenían).
Mi experiencia
significa especialización para mis empleadores potenciales, a quienes resultará
muy difícil convencer de que puedo hacer muchas más cosas que en el puesto que
tenía hasta el 30 de marzo pasado.
Así que así
estoy ahora, empezando a romper la barrera de la procrastinación. Ya he
empezado a reconstruir mis horarios y estoy empezando el contacto con personas
que creo me pueden ayudar a salir del paro.
Aunque,
pensándolo bien, quizá estoy haciendo de todo esto una tormenta en un vaso de
agua. Tal vez ni siquiera me pueda considerar en paro y pueda hacer mía la
frase que dijo durante el juicio el
abominable Anders Behring Breivik (el autor de la masacre en Noruega el año
pasado): “No estoy desempleado, soy escritor”.
Porque antes y
después del 30 de marzo pasado he seguido con lo que mejor hago:
escribir. He terminado con la segunda novela de la serie Gloria y estoy
iniciando la tercera. Ahora sólo me falta que me publiquen.
El reloj hace
tic-tac. Lo oigo.