5/08/2012

En paro


Recibí la noticia el treinta de marzo pasado. No me la esperaba.

Como marido engañado fui, por decirlo de alguna manera, el último en enterarme: bastó una hora y media —que incluyó visitas al área de Recursos Humanos del corporativo, a la junta de Conciliación y Arbitraje y al banco en donde deposité mi liquidación— para que el prefijo “ex” se incluyera a mi categoría de empleado. Fue una operación de precisión, de esas que en las notas de prensa califican como “quirúrgicas”.

Y la verdad es que, como todas las operaciones quirúrgicas, duele. Después de un largo  período de quince años y medio de trabajar en la empresa, todo acabó: me habían despedido; me habían dado avión; me habían reajustado; me habían corrido… estaba en paro. Me gusta más utilizar ésta última expresión al estilo español que las anteriores, ya que es la que mejor se ajusta a la situación a la que me enfrenté.

Porque de alguna manera el mundo —mi mundo— pareció detenerse, entró en paro. Y la vida real, esa vida en la que había estado viviendo tan sólo una hora y media antes, seguía su camino, empezando con su desfase. Debía notárseme este desfase en la cara cuando regresé a mi lugar de trabajo para recoger mis cosas y empezar a guardarlas en una caja, ya que mis compañeros parecieron ignorarme. Quizá estaban tan sorprendidos como yo, quizá fingían estar muy ocupados en sus tareas porque no sabían que decirme. O quizá sabían que, si ya me había tocado a mí, ellos podrían ser los siguientes.

En cualquier caso, al estar guardando mis cosas en una caja empezó a infiltrase en mi consciencia la realidad del paro: ahí estaba yo, guardando las cosas más inverosímiles que sacaba del cajón del escritorio. Cosas que en su momento habían dado un sentido a mi trabajo, pero que ahora entre mis manos se veían extrañas.

En fin, que terminé de guardar mis cosas y me despedí de mis compañeros, aún ausentes, aún sorprendidos. Mucho ánimo, buena suerte, sé que pronto encontrarás un trabajo mejor fueron las frases que me acompañaron mientras salía de la oficina y me enfrentaba —cara a cara— con El Paro.

No era la primera vez que lo hacía, sin embargo. 17 años atrás ya había enfrentado lo mismo. La diferencia era que en ese entonces no tenía dos hijos ni tampoco cincuenta años. O sea que era lo mismo, pero diferente. Cuando llegué a la casa y le di la noticia a mi esposa, ambos sentimos una sensación de deja vú. La diferencia era que ésta vez recibí una mayor compensación por mi liquidación, por lo cual no quedé prácticamente  en la calle como la vez anterior (A propósito, mi esposa tomó la noticia con calma. “¡Ya lo sabía!” comentó como una pitonisa).

Para aquellos que nunca se han encontrado en paro: El paro es una de las peores cosas que pueden ocurrirle a alguien, no sólo por los ingresos que dejas de recibir o por la incertidumbre con respecto a su duración, sino porque también te coloca en una especie de limbo.

Atraviesas por varias etapas. La primera de ellas es la más dura y tiene que ver con ese desfase que comenté más arriba. De súbito, aquella vieja amante que es la Costumbre te abandona, dejándote completamente solo.

Todo el mundo se queja alguna vez de lo rutinario de sus vidas. Vemos a la rutina como algo perverso, como una prisión, sin darnos cuenta que la rutina es precisamente aquello que le da sentido a nuestros actos cotidianos, aquello que nos permite emplear al máximo nuestras potencialidades, que nos sirve de guía en un mundo cada vez más caótico.

Cuando estás en paro careces de puntos de referencia. No tienes horarios, tus desplazamientos son diferentes, confirmas que en la televisión pasan la misma basura todo el día a toda hora, te das cuenta que mucha gente hace muchas cosas en las horas que tú estabas encerrado en la oficina, lavas platos, recoges la casa, limpias la caja de arena del gato. No oyes el tic-tac del reloj porque no hay reloj.

Es en este período de confusión cuando entras en la siguiente etapa del paro, que es el de la procrastinación. Para los que no conozcan esta palabra, significa: dejar las cosas para más tarde, para después, para mañana.

Sabes que estás en paro y que es preciso que te pongas de inmediato a corregir tu situación. La liquidación que te dieron no te va a durar mucho tiempo. Tienes que actualizar curriculums; tienes que hablar con varios conocidos tuyos; tienes que buscar empleo en bolsas de trabajo, en el periódico, en LinkedIn… Tienes que hacer todo ello pero, ¿sabes qué?, mañana empiezo. Y cuando llega “mañana”, lo dejas para el día siguiente. Y así van pasando los días del paro, en medio de la procrastinación.

Esto no es gratuito. No es producto de la pereza ni de la indolencia. El que está en paro sabe que debe moverse deprisa si quiere salir de su situación. Lo sabe, pero no puede hacerlo. ¿Por qué?

Porque con el paso de los días en paro llega el momento en que te das cuenta que ese desfase de la primera etapa ha alcanzado proporciones inconmensurables. En pocas palabras: entre tu realidad y la realidad hay un abismo tan ancho y profundo como el de la Barranca del Cobre en Chihuahua.

En mi caso particular, tiene que ver con mi edad. Porque por más actualizado que estés en tu trabajo nunca logras empatarte con el mundo real, que avanza a un ritmo más rápido. Quizá en tus funciones estés al tú con tú con ese mundo real, pero éste no se detiene en acumular experiencia, y tú sí.

Veintiocho años de experiencia en el ambiente financiero no significan realmente mi as bajo la manga, sino que se convierten en un lastre. (Según la estadística en México, sólo un 11% de los que pierden su trabajo después de los 50 años logran colocarse de nuevo, al menos en un puesto con un ingreso similar al que tenían).

Mi experiencia significa especialización para mis empleadores potenciales, a quienes resultará muy difícil convencer de que puedo hacer muchas más cosas que en el puesto que tenía hasta el 30 de marzo pasado.

Así que así estoy ahora, empezando a romper la barrera de la procrastinación. Ya he empezado a reconstruir mis horarios y estoy empezando el contacto con personas que creo me pueden ayudar a salir del paro.

Aunque, pensándolo bien, quizá estoy haciendo de todo esto una tormenta en un vaso de agua. Tal vez ni siquiera me pueda considerar en paro y pueda hacer mía la frase que  dijo durante el juicio el abominable Anders Behring Breivik (el autor de la masacre en Noruega el año pasado): “No estoy desempleado, soy escritor”.

Porque antes y después del 30 de marzo pasado he seguido con lo que mejor hago: escribir. He terminado con la segunda novela de la serie Gloria y estoy iniciando la tercera. Ahora sólo me falta que me publiquen.

El reloj hace tic-tac. Lo oigo.